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Padre Manuel Solorzano
GUEST COLUMN
Queridos hermanso: En este domingo septimo de Pascua celebramos la Ascensión de Nuestro Señor. Ahora bien, ¿Qué significado tiene esta solemnidad? La tradición de la Iglesia siempre ha leído la solemnidad de este Domingo en conexión a la solemnidad del Domingo que viene: Pentecostés. Dicho con otras palabras: la solemnidad de la Ascensión nos pone en espera de la venida del Espíritu Santo. Las lecturas de hoy nos hablan del que parte, pero a su vez se queda, del que se va bendiciendo y transmite alegría. Nos hablan del Padre, del Hijo y del Espíritu. De una comunidad de personas que se afianza entre incertidumbres, desconciertos, certezas, memoria y alegría.
Es un momento más del proceso por el que pasan los discípulos después de la muerte de Jesús. Los que salieron corriendo, llenos de miedo, cuando Jesús fue detenido, juzgado y clavado en la cruz, fueron confortados por el encuentro con el Señor resucitado. Ahora, suficientemente firmes en la fe, Jesús se despide de ellos. Pero les deja una nueva promesa: la promesa del Espíritu Santo.
La venida del Espíritu dará fuerzas a los discípulos para ser testigos de Jesús “en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo”. El Espíritu será “la fuerza de lo alto” de la que se revestirán los discípulos. Pero para que llegue el Espíritu es necesario que Jesús se vaya. Es necesario que por un tiempo los discípulos aprendan a vivir por sí solos.
Podríamos decir que esta fiesta nos habla de la pedagogía de Dios con los hombres.
Jesús tomó a unos pescadores ignorantes. Los fue enseñando a lo largo de tres años como nos lo relatan los Evangelios. Pero no fue suficiente. A la hora de la cruz, todos, menos Juan y unas pocas mujeres, todos salieron corriendo. Después, los discípulos pasaron por la experiencia de la resurrección. No les fue fácil al principio aceptar que Jesús estaba vivo. Necesitaron su tiempo. Ahora hasta aquella presencia misteriosa desaparece. Jesús les promete el Espíritu, pero por un tiempo tienen que aprender a estar solos. A tener la responsabilidad de su fe en sus manos. Hasta que llegue el Espíritu que les dará la fuerza para ser testigos del Reino.
La fiesta de hoy nos tendría que hacer pensar en cómo vivimos nuestra fe. Deberíamos aprender a tener con nosotros y con nuestros hermanos la misma paciencia que Dios tuvo con los discípulos y que tiene con nosotros. Como los buenos libros necesitan ser leídos varias veces para apreciar todo su valor, así la fe necesita tiempo, estudio y oración para que llegue a hacerse vida en nosotros. Nuestra comunidad cristiana crecerá en la medida en que todos crezcamos también en la escucha del Señor. Como los discípulos, habrá días en que sintamos la presencia de Dios cerca de nosotros y otros en los que nos sintamos solos. Todo es parte del proceso que nos llevará a vivir en plenitud nuestra fe, a ser testigos del Reino en nuestro mundo. La fiesta de hoy nos tiene que ayudar también a poner nuestra confianza en Jesús. Aunque nos parezca que estamos solos, él nos ha prometido su Espíritu. Y Jesús no falla nunca.
El poder de Jesús se manifiesta en la vida y en la fe, en la presencia del Espíritu que nos hace testigos y nos invita a anunciarlo hasta los confines de la tierra. A esperar y a confiar en su Palabra, a dejarnos llevar por su Espíritu, a tener certeza de la espera aunque no sepamos ni cuándo, ni cómo vendrá.
¿Hemos sentido alguna vez a Dios ausente de nuestra vida? ¿Qué hemos hecho en esos momentos? ¿Confiamos en Dios y creemos que nos enviará su Espíritu? ¿Cómo damos testimonio de nuestra fe en Jesús en nuestra comunidad y en nuestra familia?