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4˚ Domingo de Cuaresma
Lucas 15: 1-3.11-32
Marzo 31, 2019
Por Padre Manuel Solorzano, Guest Column
Queridos hermanos: la liturgia de este cuarto domingo de Cuaresma nos pone en contacto con la parábola del hijo pródigo que expresa de una forma inmejorable la fuerza de la misericordia y el perdón. Escuchándola se nos hace transparente lo que significa la reconciliación y, por tanto, somos invitados al perdón y a la misericordia, para que la Pascua signifique auténtica transformación de la vida.
La realidad de nuestro mundo nos sigue diciendo a gritos que hoy seguimos necesitando escuchar esta palabra de Jesús, tratar de situarla en su contexto y aplicarla a nuestra vida. Basta con mirar el mundo de la economía, de la política, a la sociedad en general, para ver que, aunque hemos hecho hermosas leyes y declaraciones de derechos que deberían facilitar la convivencia y el diálogo entre todos, todavía falta mucho para que se cumplan del todo. Todas esas leyes no han logrado eliminar la violencia ni el egoísmo de nuestro mundo. Hay muchas personas que se sienten rotas por dentro precisamente porque no se han sentido reconciliadas, porque tienen heridas abiertas y necesitan a gritos de la misericordia de los demás. Su misma forma de actuar, violenta a veces, inmisericorde tantas, habla de que nunca han experimentado el amor verdadero, legítimo, incondicional, generoso de un padre que les acoja con el corazón abierto.
En esta Cuaresma, probablemente la verdadera conversión sea ajustar nuestra idea de Dios al “Abbá” de Jesús que se nos revela en el Evangelio. Debemos dejar que su Palabra llegue a nuestro corazón y que la misericordia entrañable que en ella se expresa cure nuestras heridas y nos permita ser hombres y mujeres nuevos, capaces primero de sentirnos reconciliados por dentro y luego de ejercer en nuestro mundo el ministerio de la reconciliación. Sentirnos reconciliados es sentir el abrazo del Padre que nos acoge. Da lo mismo que tengamos la experiencia de habernos ido de la casa del Padre con nuestra mitad de la herencia y haberla dilapidado o no la tengamos. En los dos casos, con el hijo menor y con el hijo mayor, el padre sale en su busca y se acerca a ellos y les abre su corazón. No hay condiciones en la acogida. No se imponen penitencias. Por el contrario, se abre la puerta del banquete y se nos invita a compartir la fiesta y la alegría de la fraternidad.
Un detalle importante en la parábola es que el tema de la comida está presente en toda la historia. Los fariseos acusan a Jesús de comer con los pecadores y eso es lo que le motiva a contar la parábola. El hijo menor se va con su parte de la herencia y la derrocha viviendo perdidamente. Y a todos nos viene a la imaginación que la gastó en banquetes fabulosos entre otras cosas. Pero aquellos banquetes no crearon relaciones auténticas. Cuando se le termina el dinero, se queda solo. Siente hambre. Piensa que los jornaleros de su padre tienen pan abundante para comer. Eso le motiva a tomar el camino de vuelta. Pero el padre no le ofrece pan sino un verdadero banquete donde el cariño era más importante que el ternero cebado y el traje de fiesta. En él están cuando el hijo mayor se queja de que su padre no le ha dado nunca un cabrito para banquetear con sus amigos.
En fin, comida, hambre, banquete, mesa común. ¿No suena todo eso a Eucaristía? ¿No será la mesa común el lugar privilegiado donde se expresa y se experimenta la fraternidad? En la celebración de la Eucaristía acogemos al hermano, nos sentimos nosotros acogidos y experimentamos la reconciliación, la misericordia sin medida de Dios. Rezamos juntos el Padrenuestro y compartimos el mismo Pan. Y al final somos enviados al mundo para llevar el ministerio de la reconciliación, para acoger a los hermanos y hermanas, a todos los que nos encontremos y hacer de nuestra vida y de nuestro mundo una Eucaristía.