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En segundo lugar, es condición de los que quieren seguir a Jesús, el que renuncien a la pretensión de cualquier ventaja material. Es verdad que en la comunidad cristiana es esencial la ayuda mutua, como expresión del verdadero amor fraterno, que toca también los aspectos materiales de la vida. Pero seguir a Cristo y ser cristiano no significa buscarse un refugio para huir de las intemperies del mundo. Jesús nos recuerda hoy que él es, precisamente, el que vive a la intemperie, sin un lugar en el que reclinar la cabeza. Y el que le sigue tiene que estar dispuesto a todo, incluso a perder ventajas materiales y seguridades si así lo requieren las circunstancias. No será siempre así, pero el seguimiento de Cristo y la confesión de fe comportan riesgos que es preciso recordar y a los que siempre hay que estar dispuestos. El ejemplo de Pablo es, a este respecto, elocuente: al convertirse en discípulo y apóstol de Cristo, no sólo perdió sus antiguas seguridades y su poder sino que tuvo que afrontar, por el testimonio de fe y el anuncio del evangelio, todo tipo de contratiempos.
En tercer lugar, tenemos las aparentes incompatibilidades entre el seguimiento y los deberes familiares. En realidad Jesús no se opone a los deberes familiares. Pero, deja claro que esas obligaciones no deben ser un obstáculo ni convertirse en una excusa para no responder a la llamada al seguimiento. En este sentido, podemos entender que, en ocasiones, la propia familia, como también los lazos culturales, las propias tradiciones pueden usarse como excusas para no acoger la llamada de Jesús, convertirse en obstáculos para una respuesta pronta y radical. Jesús no nos llama, pues, a romper con la familia, sino a vivir nuestras relaciones familiares también en la perspectiva del seguimiento y de la novedad del evangelio. De modo que si, en cualquier sentido, se da un conflicto entre las exigencias de nuestra vida cristiana y aquellas relaciones, tenemos que hacer una elección clara y decidida a favor de Cristo, que aunque pueda resultar conflictiva, no deja de ser a la larga beneficiosa, no sólo para quien la realiza, sino también para esas relaciones, que necesitan ser redimidas.
Así pues, Jesús nos está llamando a la suprema libertad en la que él mismo vive. Con esta libertad para el amor y para el servicio, es evidente que las relaciones familiares no se resienten ni desaparecen, sino que, al contrario, quedan sanadas, fortalecidas y renovadas; dejan de ser la expresión de un egoísmo étnico para convertirse en el punto de partida de un amor que se abre sin límites a toda la familia humana, pues en Cristo todos nos hemos convertido en hermanos y hermanas, hijos de un mismo Padre. De ahí la urgencia de una respuesta pronta y generosa, sin dilaciones ni excusas, a la llamada del Señor, que pasa a nuestro lado sin detenerse camino de Jerusalén.