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Mayo 01, 2022
3er Domingo de Pascua
Juan 21: 1-19
Queridos hermanos: Continuamos recorriendo el camino pascual y llegamos al tercer domingo de pascua que nos recuerda que la Pascua es el gran momento del nacimiento de la Iglesia. Sobre la experiencia de la resurrección de Jesús se levanta el edificio de la Iglesia.
Los apóstoles y discípulos, que en su mayoría habían huido atemorizados a la hora de la pasión, se sienten fortalecidos por la experiencia de que Jesús, el que había muerto en la cruz, está vivo. Pero no en el sentido de que haya vuelto a “nuestra” vida. Está vivo de una forma nueva y más plena. La muerte ya no tiene poder sobre él. Más bien, Jesús ha vencido a la muerte. Dios le ha resucitado. Es lo que se expresa de una forma gloriosa en el libro del Apocalipsis. El cielo y la tierra cantan sus alabanzas al que ha vencido a la muerte. “Digno es el cordero degollado de recibir el honor y la gloria”.
Jesús, después de resucitar, se apareció varias veces a sus discípulos dándoles pruebas de que estaba vivo; hoy el evangelista nos presenta la tercera vez que lo hace y, a diferencia de las anteriores que se les apareció en Jerusalén, esta vez lo hace junto al mar de Tiberiades, en Galilea.
El encuentro con Jesús se ha dado cuando los discípulos, desanimados, habían vuelto a sus antiguas labores porque todo parecía haber terminado en el momento de la muerte de Jesús en cruz y ya no había lugar para más sueños ni ilusiones. Otra vez de vuelta a las redes y a la pesca en el lago. Otra vez las noches de trabajo para volver a la orilla con las redes vacías y el cuerpo cansado. Pero sucede lo impensable.
Una figura familiar está en la orilla. Les sugiere que echen la red al otro lado de la barca. Esta vez la red se llena. Los discípulos sienten temor, pero saben que esa figura familiar es Jesús. No hay duda. Cuando llegan a la orilla, les espera con el fuego encendido y el almuerzo preparado. Bendice el pan y lo reparte. Y se encuentran de nuevo comiendo con Jesús, como tantas veces cuando recorrían los caminos de Galilea, como aquella última cena en la que Jesús les dijo que su muerte era la condición para la Nueva Alianza entre Dios y los hombres, aunque entonces no entendieron nada. Ahora comienzan a entender. Se les abre el entendimiento. Si Jesús está vivo, es que todas sus palabras eran verdaderas. Otra vez se les abre el corazón a la esperanza y a las ilusiones. Otra vez Jesús les dice: “Sígueme”.
Jesús volvía a encender en sus discípulos la llama de una fe acrisolada por la prueba. Una fe llamada a crecer y fortalecerse en el testimonio generoso de la misión tal como el mismo Jesús les había enseñado: Yo soy el Buen Pastor y he venido para que las ovejas tengan vida en abundancia.
Por eso los discípulos ya no tienen temor en anunciar el Evangelio, la buena nueva de que Jesús ha resucitado y de que su reino es una promesa real. Porque no es una fantasía. No es una ficción. Vale la pena arriesgarse por él. Aunque los jefes de su pueblo les prohíban hablar de Jesús, no pueden callar. Ellos son testigos de que Dios “lo exaltó haciéndolo jefe y salvador”.
Nosotros seguimos siendo los testigos del resucitado en nuestro mundo. Cuando nos sentimos cansados, celebramos la Eucaristía y Jesús se hace pan bendito que nos da la fuerza para seguir creyendo, para seguir proclamando el Evangelio, la alegría de sabernos salvados, la esperanza de un futuro nuevo en fraternidad. Y el compromiso para, aquí y ahora, comenzar a vivir el amor a nuestros hermanos y hermanas.
¿Alguna vez me he sentido desanimado y he pensado que no vale la pena ser cristiano ni esforzarse en amar y en perdonar a todos? ¿Ha sido la Eucaristía, la Misa, el lugar donde he encontrado la fuerza para seguir adelante? ¿Qué siento cuando comulgo?