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Queridos hermanos: luego de haber recorrido juntos el camino de la Pascua llegamos al último día con la celebración de la solemnidad de Pentecostés. En esta celebración aparece como protagonista el Espíritu Santo. Ahora bien, qué difícil es expresar lo que significa el Espíritu Santo. Como es difícil expresar el amor y la belleza, y sin embargo los sentimos y vivimos. Por eso, recurrimos a los símbolos, como siempre que intentamos describir lo sublime, lo inefable. Por ejemplo, el símbolo del fuego que calienta y purifica, el agua que crea vida, el viento que es energía.
También seguimos el rastro del Espíritu por los frutos que de él nacen en el corazón del hombre. Sólo el Espíritu de Dios explica la fortaleza de los mártires de ayer y de hoy, la paz de una viuda que perdona al terrorista, la esperanza de un cristiano en medio del sufrimiento.
Nos cuesta hablar del Espíritu, más si nos faltara vendría la muerte sobre la Iglesia. Pero no; la Iglesia está viva, tiene “espíritu”. El mismo Jesús nos ha enseñado a llamarlo defensor, abogado, revelador.
Ningún evangelio describe la venida del Espíritu Santo, tan anunciada y prometida por Jesús. San Juan en el Evangelio de hoy ve al Espíritu como fruto de la Resurrección. “Reciban el Espíritu Santo”, les dice Jesús a los apóstoles al anochecer del primer día de la semana; y llegan los dones de perdón, de alegría, de paz, de envío misionero. Es la nueva creación donde el Espíritu nos hace hombres de corazón nuevo. Antes, en la primera creación, Dios sopló sobre el hombre su aliento vital y el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas.
Es el libro de Los Hechos de los Apóstoles que nos describe con detalles la escena. Se encuentra la comunidad de los apóstoles reunida y, de repente, todo se estremece. Aparecen los símbolos: un viento recio, lenguas de fuego que se posaban sobre la cabeza, hablar en lenguas. Este fuego evoca el fuego del Sinaí, lugar de la alianza, que, celebraban los israelitas en la fiesta de Pentecostés. Las muchas lenguas eran un canto a la universalidad de la Iglesia. “Cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa”. Pero ninguna lengua, ninguna cultura tiene el monopolio de la fe en Dios.
Al calor de Pentecostés, nació la Iglesia, comunidad de hombres y mujeres traspasados por el Espíritu. Hoy es el día fundacional, el inicio de la Iglesia. Es hora de sentirnos un solo Cuerpo de Cristo y muchos miembros, de proclamar el gozo de pertenecer a la Madre Iglesia. Este es el ámbito donde crecemos, celebramos y anunciamos nuestra fe. Familia de santos y de pecadores, pero con la certeza de que el Espíritu hincha las velas de la Iglesia.
Y en el fondo de esta Iglesia mana siempre el agua del Espíritu. Todos bebemos de un mismo Espíritu. Aquí hay muchos miembros, muchos carismas, muchos dones. Hay que suscitarlos y gozarnos en ellos. Nunca estorbar que se manifiesten, nunca apagar el Espíritu. De esta manera, el Espíritu Santo dará frutos en nosotros: amor, alegría, paz, compasión, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y templanza. Alumbrar estos frutos es vivir según el Espíritu; lo demás sería un espiritualismo “poco espiritual”. Porque sólo este Espíritu es el que nos enseña a gritar el nombre de Dios: ¡Padre!
Al final es el Espíritu el que nos impulsa a contar las maravillas de Dios, nos impulsa a la misión. Por tanto, es la hora de los laicos. Más del noventa y ocho por ciento de la Iglesia la componen los laicos. Es el gigante dormido que ha de despertar. Es necesario un nuevo Pentecostés, con laicos “ebrios” del Espíritu de Dios: Con fuego en el corazón, palabra en los labios y profecía en la mirada” Si la cosa es así, sólo nos queda gritar bien fuerte. Ven, Espíritu Santo.