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Domingo de Ramos en la
Pasión del Señor
Lc 22: 14-23, 56
Abril 14, 2019
Por Padre Manuel Solorzano, Guest Column
Queridos hermanos: los primeros cristianos celebraban la Pascua anual, máxima solemnidad del año, en una sola festividad. Todo se concentraba en ese día radiante y jubiloso, intensamente esperado y anticipado a lo largo de cada domingo del ciclo litúrgico.
Fue en el siglo IV cuando se comenzó a fragmentar la celebración de esa gran fiesta, quizá en Jerusalén, con el deseo de recorrer con Jesús incluso visiblemente el camino de la pasión. Surgió entonces la Semana Santa, que se inicia precisamente con el Domingo de Ramos.
Estamos, pues, en el pórtico de la celebración del gran acontecimiento de la Pascua. En él se concentran, de manera muy expresiva, sus dos aspectos principales: el triunfo y el fracaso, el aplauso y el sufrimiento, la muerte y la gloria de Jesús.
La procesión de los ramos que caracteriza este día imita a la que se realizaba en Jerusalén, desplazándose la comunidad desde el monte de los olivos hasta la ciudad santa y cantando: “Bendito el que viene en nombre del Señor”. Eran sobre todo los niños los que llevaban en sus manos las palmas y los ramos de olivo, entonando con júbilo cánticos de alabanza. Así se rememoraba la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén.
Ese es el aspecto luminoso de la celebración de este domingo. Se aclama a Jesús como el Mesías tanto tiempo esperado, que va a reinar por fin en el mundo. Para los cristianos es ya un vislumbre de la resurrección gloriosa del Señor y justifica la alegría que se desprende de los cantos litúrgicos que acompañan la procesión.
El Domingo de Ramos anuncia también la pasión de Jesús. La Escritura evoca el sufrimiento del Siervo de Yahvé, ese personaje misterioso entrevisto por el profeta Isaías. El relato del evangelista Lucas nos muestra a Jesús como el siervo sufriente; su camino hacia la cruz conduce a la gloria, respondiendo al plan de Dios sobre la salvación, anunciado en los profetas. El inocente es fuente de salvación para todos los que le encuentran en el camino de la cruz.
En Jesús crucificado se revela la misericordia de Dios hasta el punto de exculpar a los mismos verdugos de su Hijo. Y no sólo eso, uno de los malhechores crucificados con él expresa misteriosamente su confianza en la soberanía de Jesús sobre la muerte, pidiéndole que no le olvide cuando llegue a su reino. Y Jesús le promete que estará junto a él aquel mismo día en ese reino en el que va a entrar triunfante, como lo preludiaba ya su entrada en Jerusalén. Lucas concluye la narración de la muerte de Jesús en la cruz poniendo en sus labios aquellas palabras de infinita confianza en el que siempre le acompañó, aun en aquel momento de supremo abandono: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”.
En fin, es necesario poner de manifiesto el sentido auténtico del mesianismo de Jesús. Este mesías será un mesías humilde, sufriente, sometido a la arbitrariedad de los juicios humanos, víctima de una sentencia injusta. Y, sin embargo, capaz de transformar la vida entera de los pueblos por la fuerza del amor. Un amor que acoge la muerte para vencer desde la cruz su poder destructivo y abrir un camino de esperanza a las aspiraciones más profundas de la humanidad.
¿Quién cambió los ramos de olivo jubilosos por el madero ensangrentado del profeta? Un pueblo insensato y vacilante. Pero Dios hizo brotar de él la nueva vida, injertando en su tronco la verdad de su promesa.
Semana Santa es la gran oportunidad para morir con Cristo y resucitar con Cristo, para morir a nuestro egoísmo y resucitar al amor.