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Octubre 20, 2019
29˚ Domingo del Tiempo Ordinario
Lucas 18: 1-8
Por Padre Manuel Solorzano, Guest Column
Queridos hermanos en este domingo la historia del juez injusto y la pobre viuda ilustra y pone de relieve la importancia de la perseverancia y la insistencia. Es preciso orar siempre y sin desanimarse.
Esa constancia y fidelidad, que desafía las evidencias, es signo de una fe que confía y espera. Ahora bien, si esa insistencia es eficaz incluso en el caso de los malvados, como ese juez, tanto más, ha de ser acogida por Aquel que está pendiente de los suyos que le gritan día y noche.
Ante la evidencia de que a veces Dios parece no escuchar nuestras peticiones, cabe preguntarse:¿pedimos con insistencia, gritando día y noche?
Pues no basta con que dirijamos ocasionalmente un leve pensamiento hacia Dios mandándole un recado, expresándole algún deseo, mientras nuestra mente y nuestro corazón están casi completamente ocupados en otros asuntos, en los que, por cierto, apenas le damos cabida a ese Dios del que exigimos pronta respuesta.
Jesús es para nosotros modelo de oración a lo largo de toda su vida. Sin embargo, al contemplarlo, especialmente al considerar su trágico final, podríamos preguntarnos si no le pasó a él, que nos exhorta a orar sin desfallecer, lo que nos pasa a nosotros: que “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte”, finalmente no fue escuchado, puesto que acabó muriendo ignominiosamente en la cruz. Y, no obstante aquello, la carta a los Hebreos dice que “fue escuchado por su actitud reverente”.
Los ruegos y súplicas de Jesús hallaron respuesta no en una salvación provisional del suplicio de la cruz, sino en la victoria definitiva sobre el mal y la muerte en la Resurrección. Así pues, si queremos orar con perseverancia, sin desfallecer, con plena confianza, tenemos que orar en Cristo, identificándonos con Él, haciendo nuestros sus mismos sentimientos, así aprenderemos a pedir a Dios lo que Él quiere que le pidamos, y también a pedirle en nuestra necesidad, pero con la disposición con que pedía Cristo en la suya: “Padre, si es posible aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”; es decir, en una actitud de confianza plena, que es más fuerte que la desgracia y que la misma muerte.
Por tanto, hemos de reconocer que tenemos que aprender a orar. Si ya lo hacemos, hemos de mejorar la calidad de nuestra oración, para orar con esa fe que Jesús quiere encontrar a su venida.
Si no tenemos el hábito de la oración, siempre estamos a tiempo de iniciar este camino, exigente, duro, pero fascinante y que esconde tesoros que superan nuestra imaginación.
La escuela de la oración, de toda oración, de petición, de intercesión, de acción de gracias, alabanza y adoración es la contemplación y la escucha del Maestro, de Jesucristo.
En la escucha y acogida de la Palabra aprendemos a orar como conviene, y esa oración no nos encierra en nosotros mismos, sino que nos envía a proclamarla, a testimoniarla, a ponerla en práctica.
Y, así como en la oración aprendemos a ser perseverantes, así en la práctica de las buenas obras y en el trato con los demás, además de la proclamación y el testimonio sin miedo y sin compromisos, la Palabra nos enseña también la paciencia, pues no somos nosotros los que tenemos que cambiar a los demás, sino que también aquí hay que confiar en la sabia pedagogía de Dios.
En definitiva, El señor nos sigue invitando a seguir siendo constantes en la oración confiada, en el testimonio y en las buenas obras, solo así conservaremos la fe y la transmitiremos a las generaciones futuras, de modo que, cuando vuelva El, el Hijo del hombre encuentre esta fe en la tierra.