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4to Domingo de Pascua
Juan 10: 27-30
Mayo 12, 2019
Por Padre Manuel Solorzano, Guest Column
Queridos hermanos: Si los domingos anteriores nos han enseñado que el lugar de aparición, donde se puede ver al Señor resucitado, es la comunidad de discípulos, a la que se accede por medio del Bautismo, y que se reúne en torno a la Eucaristía, en este cuarto domingo de Pascua se nos ilumina una nueva presencia del Resucitado a través de la figura del Buen Pastor, que conoce a sus ovejas por su nombre y las llama y ellas escuchan su voz y se preocupa de ellas, las protege y les da vida. Se nos habla de una presencia concreta, de una preocupación “encarnada” de Dios y de Jesús por los suyos. Después de meditar en la comunidad eucarística de los bautizados en la muerte y resurrección de Jesucristo, es necesario fijarse en aquellos que, en nombre de Cristo, se (pre)ocupan de la comunidad y administran los sacramentos.
El magisterio y el ministerio del Buen Pastor se prolonga en la Iglesia por medio de los pastores, elegidos por él para preocuparse de su pueblo, guiarlo con su magisterio, comunicarle la Palabra del único Pastor, servirle los sacramentos que nos ponen en contacto con Él.
Pero, reconozcámoslo, no se trata de una presencia fácil. Hoy día existe una sensibilidad especial contra toda forma de autoridad, y esa sensibilidad se agudiza cuando hablamos de la Iglesia. Se trata además de una presencia demasiado encarnada, demasiado visible, en la que los defectos de los depositarios de esta misión son muy visibles. Por eso, se ha extendido y casi hecho evidente una distinción que habla de una Iglesia “oficial” y una Iglesia “de base”. La primera sería una organización institucionalizada, autoritaria, formalista, antipática, conservadora, muy inclinada a prohibir y condenar, muy lejana del ideal evangélico con que la fundó Jesús; mientras que la iglesia de base sería una comunidad fraterna, carismática, abierta a todos, en la que la ley importa menos que el amor, y que reflejaría mejor la primera comunidad de Jesús.
Pero esta distinción carece de fundamento bíblico, patrístico y teológico. Cuando Jesús instituyó a los Doce no estaba fundando “la Iglesia oficial”, y separándola de “la de base”, sino reuniendo a los hijos de Dios dispersos, convocando al nuevo Israel, abriendo las puertas de acceso a Dios a todos sin excepción. La afortunada imagen del cuerpo nos da a entender que se trata de una comunidad estructurada y orgánica, en la que la ley del amor se realiza en diversas funciones y responsabilidades.
Por eso mismo, conviene no olvidar que la dimensión jerárquica de la Iglesia no es la única: los pastores están puestos al servicio de la comunidad en la que todos participan activamente, todos son piedras vivas del templo que es la Iglesia, en la que conviven la multitud de los carismas, vinculados por el carisma superior del amor. Por eso, todos son llamados por el único Pastor, todos tienen la responsabilidad de la misión confiada, todos deben preocuparse unos de otros.
De esta manera, en la unidad orgánica presidida por el amor, esta comunidad de discípulos con diversidad de funciones y carismas se abre al mundo entero, como luz de los gentiles, para llevar la salvación hasta los extremos de la tierra, y compone así esa “muchedumbre enorme que nadie podía contar, gentes de toda nación, raza, pueblo y lengua” pero a los que el buen Pastor conoce personalmente y llama por su nombre.
Pidamos al Padre que siga enviando buenos pastores, que no piensen en sí, que se consagren enteramente al servicio de sus hermanos, que atiendan con predilección a las ovejas débiles, desvalidas y necesitadas, que hagan suyas sus necesidades, sus quejas y sus esperanzas, que cuiden a las ovejas enfermas, que pacifiquen a las enfrentadas y atraigan a las descarriadas. Amén.