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Septiembre 27, 2020
26˚ Domingo del Tiempo Ordinario
Mateo 21: 28-32
Queridos hermanos: en el camino de la vida no siempre es tan fácil identificar con claridad a los justos y a los pecadores, pues con frecuencia las apariencias engañan. Jesús nos da hoy una preciosa lección a este respecto, que es toda una invitación a examinarnos en profundidad. De nuevo se sirve de la imagen de la viña. Dios apela a nuestra libre disposición a cooperar en su campo. Hay quienes se manifiestan dispuestos a trabajar en la viña, y afirman aceptar el Señor, pero lo hacen sólo de boca. Estos pueden ser los que practican externamente, pero en sus actitudes personales, en su escala vital de valores, en sus intereses reales viven de espaldas a lo que confiesan.
A nosotros, creyentes y practicantes de nuestro tiempo, especialmente a los evangelizadores activos, esta palabra nos tiene que interpelar: ¿hasta qué punto escuchamos y acogemos lo que anunciamos y predicamos, de modo que dirija realmente nuestro modo de vida? Si decimos “sí”, pero no llevamos a la práctica ese sí a la llamada de Dios, no somos sólo incoherentes, sino que podemos además contribuir al desprestigio y el abandono de la viña por parte de muchos otros.
En la otra orilla encontramos aquellos que están oficialmente alejados, pecadores más o menos reconocidos, pero que están interiormente bien dispuestos a la conversión: pueden ser personas víctimas de sus circunstancias, pero en búsqueda sincera, que para cambiar de vida y acercarse sinceramente a Dios, a vivir de una manera nueva, a trabajar en la viña, tal vez necesiten sólo un empujón de la gracia, a veces en forma de una mano amiga y un corazón comprensivo que no se apresura a juzgarlos.
En unos casos y otros, Jesús nos advierte que existen profundidades del corazón que no alcanza una mirada superficial. Y así como hay justicias aparentes, que esconden dureza de corazón y soberbia, hay también pecadores dispuestos a la conversión y al cambio de vida. El pecado no es un estado definitivo, la conversión es posible siempre. Y esta llamada a la conversión alcanza a todos: si nos sentimos justos ante Dios, debemos examinarnos, si no estaremos desoyendo por orgullo alguna llamada suya; si nos sentimos pecadores y “perdidos”, tenemos que saber que Dios nos está buscando, que no desespera de nosotros, que nos abre caminos para una vida nueva.
Con la parábola de los dos hijos, Jesús no está diciendo que todos los justos sean unos hipócritas, ni que la prostitución y la usura sean buenas. Está llamándonos a escuchar su Palabra de corazón y a acordar nuestro corazón con nuestro comportamiento. Porque la figura de los dos hijos no agota todo el arco de posibles respuestas: existen también los que dicen que no y, en efecto, no van a la viña.
Y, por fin, están los que dicen que sí y van; estos son los mejores, y esta es la disposición perfecta, la que brota de un amor verdadero a la voluntad del Padre: un amor que escucha de corazón y lo encarna poniéndolo inmediatamente por obra. Esta perfección la encontramos sólo en Cristo y sólo en él es posible alcanzarla: Jesús, obediente a la voluntad del Padre, se despojó de su rango, se hizo siervo y esclavo de todos, y su trabajo en la viña de Dios, que es el mundo, llegó hasta el extremo de entregar su vida entera, hasta la muerte y una muerte de Cruz.
Y, nosotros, que pecamos con alguno de los modos encarnados por los hijos de la parábola, o con una mezcla de los dos, estamos llamados a asemejarnos a Cristo y a alcanzar su misma perfección. Pero eso no lo podemos hacer por nuestras propias fuerzas, sino sólo unidos a Cristo Jesús, esto es, como nos manda hoy el Apóstol Pablo: “Tengan los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús”.