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Octubre 13, 2019
28˚ Domingo del Tiempo Ordinario
Lucas 17: 11-19
Por Padre Manuel Solorzano, Guest Column
Queridos hermanos en el evangelio de este domingo resaltan dos aspectos muy importantes. El primero es el milagro, la curación. No es casualidad que Jesús cure a unos leprosos. Es muy importante ver los tipos de enfermedad que cura Jesús. En este caso, curar a un leproso significa devolver a la sociedad al que había sido marginado y apartado. La lepra era entonces una enfermedad temida por lo contagiosa que se suponía que era. Eso hacía que las personas enfermas de lepra fuesen apartadas de la vida social y condenadas a la marginación total. Tanta era la marginación que en el lenguaje actual se dice de una persona que es como un leproso para expresar que esa persona es despreciada por las demás y que nadie quiere tener trato con ella.
Jesús, al curar a los leprosos, va mucho más allá de hacer un puro milagro físico. Los reintegra en la sociedad, los convierte en miembros activos de la sociedad. Les indica que se presenten al sacerdote con el fin de que su curación sea también una curación “social”.
Es claro que no tenemos el poder de curar la lepra de esta manera. Pero sí podemos hacer un esfuerzo por integrar, por acoger, por luchar contra cualquier forma de marginación, renovando así una de las actitudes principales de nuestra vida cristiana. Entonces, nos pareceríamos a Jesús que acoge todos, que integra, que no margina a nadie, que con todos habla, con todos se sienta y dialoga, que no tiene miedo de frecuentar las malas amistades porque a todos ofrece el reino, la presencia viva del amor de Dios que quiere sentar a todos sus hijos e hijas en torno a la única mesa del banquete de la vida, sin excluir a nadie, sin que nadie, por ninguna razón, se quede fuera.
Pero hay otro aspecto que también es importante para nuestra reflexión y para llevarlo a la práctica en nuestra vida cristiana. Es el tema del agradecimiento. Sólo uno de los diez leprosos curados vuelve a Jesús para darle gracias. Este ha experimentado que su curación ha sido un don gratuito de Dios, que le ha recreado y le ha devuelto a la vida, a la sociedad, a ser una persona como los demás. Dice el evangelio que volvió “alabando a Dios a grandes gritos”.
Debía pensar que Jesús era un gran profeta, pero su punto de referencia estaba centrado en Dios, el creador, el todopoderoso, que en lugar de destruir y aniquilar se goza en regalar vida y esperanza, amor y misericordia. Este leproso es el único que ha vuelto “para dar gloria a Dios”. Ante él, ante Dios, no hay pago posible. No se pueden comprar los dones de Dios. Sólo queda la acción de gracias, vivir agradecidos. Jesús termina diciendo: “vete tu fe te ha salvado”.
Recordando así que la salvación no es fruto del milagro. El milagro es la acción de Dios que transforma a la persona. Pero la salvación no se produce automáticamente. Necesita de la colaboración de la persona. Necesita que la persona acoja la acción de Dios y reconozca en él al que le ha dado la vida y todo lo que tiene. La salvación se produce en esa misteriosa complicidad entre la acción de Dios y la respuesta de la persona. Ahí brota la fe y la salvación. Ni es sólo acción de Dios ni es sólo fruto del compromiso o esfuerzo humano. Son los dos, Dios y cada persona, mano a mano, los que obran la salvación.
En resumen: ante el proyecto de Jesús caben dos actitudes contrastantes: la del samaritano frente a los restantes leprosos judíos, la del agradecimiento frente a la ingratitud, la del que acoge de forma receptiva y abierta la salvación frente a quienes sólo se interesan por su curación física. Es nuestra respuesta personal la que tiene ahora la palabra. ¿Con quién o quiénes nos identificamos de los diez leprosos que salieron al encuentro de Jesús?
¿Experimentamos realmente la salvación?