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Diciembre 22, 2019
4˚ Domingo de Adviento
Mateo 1: 18-24
Por Padre Manuel Solorzano, Guest Column
Queridos hermanos: la última semana de Adviento pasa de las esperanzas a los hechos, de las promesas a los cumplimientos. A pocos días de la gran fiesta el Evangelio de hoy nos avisa: “el nacimiento de Jesucristo fue de esta manera”. Y entran en escena personajes que ya no anuncian, prometen o preparan, sino que intervienen como actores principales de ese nacimiento. Ante todo, María, la madre, pero también José, su esposo, que se encontró con que, antes de vivir juntos, María “esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo”.
La alusión al Espíritu nos dice que Dios se ha hecho presente manifestándose en la realidad, tan cotidiana y, al mismo tiempo, tan extraordinaria de una mujer embarazada, en cuyo seno florece la vida. José ante aquella realidad, decide retirarse respetuosamente, renunciando a sus derechos. Pero Dios interviene y José recibe luces especiales por medio de un sueño que le ayudan a descubrir que su desposorio con María lo vincula con el plan de Divino y lo convierte en un servidor de los que están en el centro: María y el fruto de su vientre, a los que debe acoger y proteger.
Por consiguiente, lo que comprende en el sueño le lleva a tomar decisiones difíciles y arriesgadas, o sea, renunciar a sus propios planes, para ponerse al servicio del plan de Dios. De esta forma se le abren a José perspectivas nuevas, adquiere una nueva forma de paternidad, no biológica, pero tampoco, como a veces se dice, meramente legal. José acoge a María y también al hijo de María y le da un nombre; pero, al actuar así, está acogiendo al mismo Dios, haciendo posible la realización de la promesa davídica y la obra de la salvación. Hay en la actitud cooperante de José una fecundidad que alcanza a la humanidad entera y que se prolonga en la misión apostólica de la Iglesia, que sigue anunciando la Buena noticia de Jesucristo, “nacido, según la carne, de la estirpe de David” y que nos alcanza e incluye también a todos nosotros.
Jesús va a nacer. Jesús quiere seguir naciendo, haciéndose “Dios con nosotros”, cercano de muchos que no saben nada de él. Los signos de su presencia son cotidianos y, a la vez, extraordinarios: la vida que nace, el agua que nos limpia, el pan que compartimos, la fraternidad en la que nos incluimos los que antes éramos extraños. José es para nosotros hoy un maestro de justicia, un modelo de cómo reaccionar a esa voluntad de Dios de nacer entre nosotros. Por eso, debemos ser capaces, como José, de descubrir la extraordinaria presencia de Dios en lo ordinario y cotidiano. Esto significa estar abiertos a la escucha y dispuestos a la obediencia. La acogida de la que hablamos tiene varios frentes. Ante todo, la acogida de la vida, de tantas formas amenazada, rechazada e impedida en nuestros días, con palabras que suenan muy bien pero que esconden el miedo patológico a la responsabilidad, al riesgo, a la generosidad.
También, puesto que se trata del nacimiento de Cristo, la acogida de la Iglesia, que anuncia el misterio. José, varón justo, supo percibir la presencia de Dios en el inexplicable embarazo de su prometida, y acogió a María que para otros estaba bajo sospecha. También hoy la Iglesia está bajo sospecha. A diferencia de María Inmaculada, la Iglesia tiene manchas, es cierto, pero no deja de ser la portadora del misterio de Cristo, la anunciadora de la presencia cercana del Dios con nosotros y la dispensadora de los múltiples medios de gracia. Acoger a la Iglesia en fe, como José acogió a María, significa convertirse en “cooperador necesario” del plan de Dios y como dice Pablo, aceptar el don y la misión de hacer posible que Jesús siga naciendo, para que todos los gentiles, todos los seres humanos, respondan a la fe, para gloria de su nombre.