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Enero 20, 2019
2˚ Domingo del Tiempo Ordinario
Jn 2: 1-11
Queridos hermanos: con la fiesta del Bautismo de Jesús en el Jordán, dábamos fin a las fiestas de Navidad; pero todavía no se han terminado los “signos de Jesús”, o epifanías, que significa “manifestación”, a través de las cuales Jesús, el Hijo de Dios y de María, nacido en Belén, se manifiesta a aquellos extraños personajes “venidos de Oriente”, anunciando a “todo el mundo” que Dios se ha hecho presente en nuestra Historia.
En el bautismo, Jesús se hizo oficialmente presente en su Pueblo a través de las palabras del Padre: “Este es mi Hijo amado, mi predilecto: escúchenlo”; y este domingo contemplamos en el Evangelio, su primer milagro a instancias de María, con motivo de una fiesta familiar – una boda – en la que comienza a faltar el vino (la alegría), Ella interviene y dice a los servidores de la fiesta; “Hagan lo que Él les diga”; frase que nos recuerda las palabras del Padre en el bautismo: “escúchenlo”.
María, la Madre de Jesús y madre nuestra, es la gran intercesora entre Dios y la humanidad: entre Dios, porque ella engendró en su seno a la Palabra Eterna del Padre “por obra del Espíritu Santo”, al decirle al Ángel: “he aquí las esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”; y entre la humanidad, porque de ella nació el Hijo de Dios hecho Hombre, con nuestra propia carne y sangre, capaz de compartir todo lo humano, menos el pecado, como nos dice San Pablo; y como el mismo Pablo dice, Él es la Cabeza del cuerpo, de la Iglesia y nosotros somos sus miembros; y San Juan exclama lleno de fe y alegría: “Miren que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!”.
En las bodas de Caná, María la intercesora, “adelanta”, con su súplica de Madre, el comienzo de las manifestaciones milagrosas o epifanías, de su Hijo, Jesús. El vino se va acabando y peligra la alegría y el festejo de la boda; y María, como buena mujer siempre atenta a las cosas insignificantes aparentemente, pero en realidad importantes, como es la alegría de unos recién casados y sus invitados, solamente insinúa a su Hijo: “Jesús, no tienen vino…” Y Jesús, a instancias de su Madre, para que continúe la alegría de la fiesta, “¡adelanta su hora…!
El alcance de estas palabras de María va más allá del milagro de la conversión del agua en vino; es la experiencia vital de una Mujer que, como primera “discípula de Jesús”, vivió la radicalidad de una entrega plena a la voluntad de Dios. Su “hágase en mí según tu palabra”, fue la entrega plena de su vida a Dios en la persona de su Hijo. Y, como nos dice San Agustín, jamás hubo una criatura que llegara a poner en práctica la voluntad de Dios como María: siempre a la escucha de esa Palabra, entregándose de tal manera que la encarnó en su seno, llegando a ser la Madre de la Palabra. Ella, a nosotros hoy, como les dijo a los servidores de la boda, nos dice y nos insiste: “¡Hagan lo que Él les diga!”.
Pues en hacer la voluntad de Dios está la fuente de nuestra felicidad, nuestra alegría y nuestra grandeza humana y cristiana.
Hasta el final, nuestra tarea será intentar seguir cambiando el agua en vino, hacer de la vida una fiesta, que al fin y al cabo es el gran objetivo del Evangelio. El cristianismo no es depresión, negativismo, ni pesimismo, hemos sido llamados a crear una comunidad que sea una auténtica fiesta: una fiesta en la que nadie se sienta marginado, aislado u olvidado. Se nos convoca a participar de un banquete de bodas en el que el vino será dado en abundancia. Vivir la Eucaristía, es poner alegría donde hay tristeza, amor donde hay odio, unidad donde hay división. Este es el signo de la presencia de Jesús en nuestra vida. ¡Vengan a la boda!, que no nos falte la alegría en la vida y el entusiasmo en la Iglesia.