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Queridos hermanos: El evangelio de este domingo, nos confronta con uno de los grandes misterios de la vida humana: el problema del mal. Existe un sufrimiento propio de la naturaleza física y corporal de cada hombre y mujer, que también comparte esta creación limitada y finita. La ciencia nos ayuda a comprender y en bastantes ocasiones a remediar y sanar. Pero, ¿qué pasa con ese otro mal, esa capacidad de hacer daño que se esconde en lo más profundo de algunos individuos, a veces incluso en nosotros mismos? ¿Por qué mientras las sociedades evolucionan no se acaba con esta lacra? ¿Será que no hay salida? ¿Tendrá razón el proverbio antiguo que definía al hombre como un lobo para el otro hombre?
La vida de Jesús es la mejor respuesta que se ha dado en la historia ante el problema del mal causado por el propio hombre. En Jesús, Dios está expresando de forma definitiva su palabra: compasión, misericordia y perdón. Sólo así el mal puede ser vencido y el ser humano sanado, hasta recobrar la categoría de imagen de su Creador. Por eso, el evangelista Mateo hoy nos pone en contacto con tres parábolas.
La primera compara el Reino a un campo en el que, si bien se siembra trigo, luego aparece la cizaña y el dueño espera hasta el tiempo de la cosecha para separar los dos elementos. Debemos evitar dos tentaciones de entrada: el pensar que los cristianos somos el trigo del mundo, o que algunas personas son o somos la parte buena de la humanidad y los otros la cizaña o la parte mala.
La parábola refleja la situación de la humanidad con un criterio realista. La historia del hombre, por tanto, está tejida de luz y de sombra, o sea en nosotros mismos crece simultáneamente el trigo y la cizaña. Por el hecho de ser hombres y por lo tanto limitados y en constante crecimiento, descubrimos nuestra cuota de imperfección. Si en alguna época se pensó que el mal era una anormalidad hoy podemos pensar que el que se cree absolutamente bueno parece ser el anormal.
Así, descubrimos en nosotros dos fuerzas antagónicas que pertenecen a nuestra condición humana, por eso hablamos del perdón y la conversión. Y esto lejos de inmovilizarnos debe impulsarnos y apoyarnos en nuestros núcleos buenos. En esto consiste la historia de la humanidad y nuestra propia historia.
Como humanos debemos saber aceptar y tolerar a los otros, y no juzgarlos mal, ni condenarlos, ni tratar de arrancarlos de cuajo como la cizaña. La tolerancia con los otros, con sus defectos y debilidades, nace de la humildad en el reconocimiento de las nuestras. Sorprende en la parábola el sentido del tiempo que tiene el sembrador, por los saber esperar se convierte en una cualidad fundamental.
Las otras dos parábolas, nos muestran otro aspecto importante. El inicio del Reino es pobre y de apariencia escasa. Nuestra tarea, nuestra misión, es, sobre todo, ser levadura en el mundo, predicando el Evangelio. Por eso, Nuestra meta no es convertir el mundo en una Iglesia, sino poner la Iglesia al servicio del mundo, del hombre. Nuestra misión es la humanidad. Y nuestra tarea ser levadura que fermente la masa o el grano de mostaza que, a pesar de su insignificancia como la nuestra, crece y crece hasta desarrollarse como un árbol. En definitiva, estas parábolas nos invitan a trabajar con esperanza, y a ser tolerantes, sin impaciencia, dejando que sea Dios el que vaya edificando su Reino, con la aportación de nuestro grano de mostaza, de nuestra pequeñez de levadura. Cuando llegue el momento, Dios será quien decida separar el trigo de la cizaña. Dejémosle a él juzgar, él dirá quién es “trigo limpio” y nosotros sigamos en la tarea que nos toca.