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Diciembre 8, 2019
2˚ Domingo de Adviento
Mateo 3: 1-12
Por Padre Manuel Solorzano, Guest Column
Queridos hermanos: el Evangelio de este segundo domingo de Adviento nos muestra la personalidad de Juan el bautista, manifestada en su predicación. Y, junto a ella, el anuncio de la conversión y del bautismo de Jesús. Todo un imaginario de lo que debiera ser nuestra preparación para la Navidad en el Adviento.
Juan, que pertenece al linaje de los profetas, surge cuando la profecía parecía haber muerto en Israel y es, por eso mismo, todo un signo de esperanza; además, su profecía breve e intensa, áspera y directa, supera a todos sus precedentes.
Su ministerio profético tiene lugar en el desierto: el lugar de la aridez y la muerte, pero también el lugar de la experiencia genuina de Dios, de la purificación y la promesa.
Su profecía no habla de una futura restauración, sino de un acontecimiento inminente. Por eso, su llamada a la conversión es dura y apremiante.
Precisamente en el desierto, y en un momento de máxima postración del pueblo elegido, sometido casi por entero a una potencia extranjera y gentil, Juan es capaz de ver los signos de una presencia inmediata.
Esa presencia todavía no se ha descubierto, pero su inminencia urge a cambiar de actitud, a purificarse y prepararse para no dejar pasar la oportunidad que Dios nos brinda.
Porque, de nuevo, no se trata de un acontecimiento que suceda sin participación alguna por parte nuestra. Aquí no caben automatismos.
Juan avisa de que el proceso ya se ha iniciado, y de que está abierto a todos: no es algo para los puros, sino para los que, reconociendo su pecado, están dispuestos a purificarse.
Se trata de una llamada personal que apela a la responsabilidad de cada uno. Por eso habla con tanta dureza a fariseos y saduceos, que ni reconocen su pecado ni, en consecuencia, están dispuestos a la purificación simbolizada en el bautismo.
Da la impresión de que saduceos y fariseos acudían a Juan o por curiosidad o “por si acaso”, tal vez para controlar la actividad del díscolo profeta, que no se sometía a nadie.
El caso es que carecían de una voluntad real de purificarse por dentro, de cambiar de vida y dar frutos de conversión.
Juan, el último y el más grande de los profetas, no es sin embargo, el vástago anunciado por Isaías, pese a que externamente su predicación básica se parece mucho a la de Jesús: “está cerca el Reino de los Cielos”.
Pero mientras que Juan sólo presiente y prepara esa presencia ya cercana, Jesús es la realización de la misma. Es en él en quien se cumplen las antiguas promesas, los sueños de los profetas.
Sabemos, una vez más, que no se trata de un cumplimiento triunfal, mágico, sin oposición, ni tampoco sin colaboración por nuestra parte.
Juan nos advierte de los signos de lo que está por venir y de las disposiciones necesarias para acoger el Reino y colaborar a hacerlo realidad en nuestro mundo.
Nos preparamos en medio de las contradicciones que nos rodean y que nos afectan personalmente: el mal existe, en el mundo, en nosotros mismos, y por eso la realización de las promesas, ya presentes en la persona de Jesús, se da en tensión, de forma agónica.
Es una lucha que cada uno de nosotros debe sostener y que los seguidores de Cristo experimentan de múltiples formas.
Pero, precisamente porque no es una pura promesa, sino una realidad ya operante, podemos percibir, en el espíritu del profetismo más genuino, los signos reales de esa presencia.
Juan no tenía, así lo confiesa, las soluciones a mano; pero él sabe que Dios sí las tiene, y así las propone por medio de Jesús.
Él solamente diseña la última posibilidad de subsistir, o sea un cambio, la necesidad de una conversión radical para que lo santo tenga sentido, una nueva mentalidad, un nuevo rumbo.
Aprovechemos este nuevo Adviento para crecer en ello.