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Octubre 2, 2022
27˚ Domingo del Tiempo Ordinario
Lucas 17: 5-10
La realidad es muy diferente. La fe es precisamente “creer lo que no se ve”. Y los apóstoles no veían más allá de un hombre que hacía cosas extraordinarias, algunas de las cuales no eran capaces de entender. Le fe les invitaba a ir más allá, a experimentar la presencia de Dios en aquel hombre. Lo mismo pasa con las relaciones humanas. Podemos demostrar que dos y dos son cuatro pero ¿cómo demostrar la amistad o el amor entre dos personas? Ahí no nos podemos servir más que de indicios, de pistas – la manera como se tratan, la forma como actúan, la persistencia en el tiempo de la relación, la superación de las dificultades ... Dicho con un ejemplo, cuando dos enamorados se miran a los ojos y se dicen que se quieren, cada uno de ellos cree al otro porque la verdad es que no tienen una prueba fehaciente de que esas palabras sean algo más que palabras. Desgraciadamente no sería la primera vez que una persona engaña a otra. Por eso, de entrada toda relación humana es siempre una relación de fe, de confianza. Confiamos en que el otro no nos engaña. Creemos en él.
Lo mismo se puede decir de la fe en Dios. No se trata de aceptar unas verdades imposibles de comprender y decir “bien, lo acepto”. Se trata de experimentar la presencia de Dios, de sentirlo presente en mi vida, en la vida de los hermanos y hermanas, en la vida de la Iglesia, en el mundo, en la creación, y confiar que esa presencia es una presencia bondadosa, hecha de amor y misericordia, que desea nuestra libertad, nuestro bien, nuestra felicidad. Pero a veces nuestra fe decae.
Esa relación de confianza conoce momentos de debilidad, de recelo, de sospecha. Entonces nos sentimos desanimados, sin fuerzas. El amor de Dios que sentíamos que llenaba nuestro corazón de fuerza y entusiasmo se desvanece. El compromiso por ser mejores, por ayudar a los necesitados, por amar a los que viven con nosotros, por perdonar sin medida, como Dios nos perdona, flaquea. Todos hemos experimentado alguna vez esos sentimientos de duda, de pérdida de la confianza.
Ahí viene la petición de los apóstoles. “Señor, auméntanos la fe”. Y el texto de Pablo que nos dice: “reaviva el don de Dios que recibiste ... porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde sino un espíritu de energía, amor y buen juicio”. Por tanto, somo invitados a vivir la fe de una manera adulta. No hay que medir la fe por la cantidad, es más importante la calidad. Ella nos proporcionará efectos más maravillosos que plantar una higuera en el mar. Nos llevará la fe, aunque sea como un grano de mostaza, a descubrir la gratuidad del siervo que hace lo que debe hacer y que luego lo traduce en guardar el depósito de la fe y gastar la vida por el evangelio. Este modo de vivir la fe nos ayudará también a encontrar una respuesta, a la luz del Señor, para todas aquellas preguntas que nos hacemos al contemplar el mal que hay a nuestro alrededor.
¿Me he sentido alguna vez desanimado en mi vida cristiana? ¿He orado en ese momento pidiendo a Dios que me “aumente la fe”? ¿Confío realmente en Dios, en que él me ofrece su perdón y su amor para mí y para mis hermanos y hermanas?