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Octubre 06, 2019
27˚ Domingo del Tiempo Ordinario
Lucas 17: 5-10
Por Padre Manuel Solorzano, Guest Column
Queridos hermanos el evangelio de este domingo nos da unas pautas para que podamos vivir la fe de una manera adulta. No hay que medir la fe por la cantidad, sino que es más importante la calidad. Así nos proporcionará efectos más maravillosos que plantar una higuera en el mar. La respuesta de Jesús a los apóstoles que acuden a Él, de entrada, puede sorprender. Más que concederles el don solicitado parece lanzarles un reto: “Si tuvieran fe como un granito de mostaza…”
Parece dar a entender que la fe no es cuestión de cantidad, sino de calidad. Lo importante es que esté viva, como una semilla, y entonces, por pequeña y débil que parezca, sea capaz de obrar milagros y hacer cosas imposibles. La alusión a la morera (planta de profundas y ramificadas raíces, difícil de arrancar) hay que entenderla en el sentido metafórico en que decimos nosotros que “la fe mueve montañas”. La fe viva, en efecto, nos pone en movimiento y nos permite realizar cosas que, de otra manera, se nos harían imposibles.
Ahora bien, ¿qué significa realmente una “fe viva”? No se trata de un poder nuestro para hacer cosas extraordinarias, como si gracias a la fe nos convirtiéramos en una especie de taumaturgos capaces de sorprender a quien se nos ponga por delante. La fe de la que hablamos aquí, la fe en Jesús, es la confianza en su palabra, la acogida de la misma y la disposición a ponerla en práctica.
Como realidad viva que es, a imagen de la semilla, requiere ser cultivada y, como dice san Pablo reavivada. Ante las dificultades internas y externas, la fe probada se convierte en fidelidad y las últimas palabras de la profecía de Habacuc se traducen a veces de esa manera: “el justo vivirá por su fidelidad”. Y una fe que confía y es fiel es una fe que se enfrenta con valentía a las dificultades, que no se esconde, que da testimonio. El supremo ejemplo lo tenemos en el mismo Jesús, que vive en la plena confianza en su Padre, y fiel a su misión, llega al extremo de entregar su propia vida.
En el evangelio podemos tener la impresión de que, tras la breve catequesis sobre la fe, Jesús cambia de tercio y se pone a hablar de algo totalmente distinto.
Sin embargo, existe un profundo vínculo entre las dos enseñanzas. La fe se alimenta de la palabra de Jesús escuchada, acogida y puesta en práctica, de esta manera la alusión al servicio no es casual. La fe no es una confianza pasiva, sino que nos pone en pie y nos hace vivir activamente, actuar. Y, ¿cuál es el género de acción que, como fruto de la semilla, procede de la fe en Jesucristo?
El que cree en Él debe vivir como vivió Él. Si Él vino a servir y a entregar su vida en rescate por muchos, el discípulo de Jesús ha de ser un servidor de Dios y de sus hermanos. Y si es un verdadero creyente, el milagro que la fe obrará en él será ser arrancado de las raíces del egoísmo y de la seguridad y ser plantado en el mar arriesgado del servicio a los demás. Vivir en actitud de entrega y servicio no es una dimensión sobreañadida a la fe, algo de lo que podamos enorgullecernos o por lo que debamos exigir un salario, sino la consecuencia natural de ese “vivir por la fe”, de ese espíritu de energía, amor y buen juicio; es el fruto de esa semilla de la fe que la palabra de Jesús ha plantado en nuestro interior.
Después del Concilio Vaticano II se popularizó un dicho muy significativo sobre el papel y el sentido de la Iglesia en el mundo: “una Iglesia que no sirve, no sirve para nada”. Lo mismo podemos decir nosotros de nuestra fe: una fe que no nos pone en una actitud de servicio es una fe débil y mortecina, si no ya totalmente muerta. Pero también la inversa es verdadera: para fortalecer, reavivar y aumentar nuestra fe, además de pedírselo al Señor en la escucha de su palabra, hemos de ponernos enseguida al servicio de los hermanos.