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Queridos hermanos: Se ve que a Jesús no le gustan las barcas paradas, amarradas. No tiene afición a los puertos. Ni a quedarse siempre en el mismo sitio. Le interesa la otra orilla, las periferias existenciales. Y empuja a sus discípulos al mar. A nosotros se nos da bien “subirnos a la barca”:
Iniciamos un proyecto, una empresa, una relación de pareja, un camino de oración, una comunidad cristiana, unos estudios, un programa de formación en la fe… Pero con frecuencia nos quedamos amarrados en el puerto contemplando el mar, y las gaviotas, el cielo y el horizonte… O sí, tal vez nos montamos en la barca, pero dispuestos a dar un salto a tierra firme tan pronto como se agiten un poco las olas o nos dé el viento en la cara. Sin embargo, la palabra del Señor Jesús ha sonado hoy muy clara: “Vamos a la otra orilla del lago”
Nos sentimos tranquilos y seguros cuando creemos dominar la situación. Cuando conocemos la barca y la manejamos con soltura y seguridad. Y así procuramos arreglarnos por nuestra cuenta, con nuestros propios recursos. Preferimos no tener que contar con nadie, no pedir ayuda. Tampoco al Señor… Los discípulos, expertos pescadores del Lago, son los que manejan la barca. Ya han navegado muchas veces, “ya saben.” Les da tranquilidad ver que hay otras barcas alrededor, haciendo lo mismo que ellos. Seguramente se sienten tranquilos porque llevan a Jesús a bordo. “No vamos solos,” se dicen. Y como no le necesitan, el Maestro se despreocupa. Y se les queda dormido. Va con ellos en la barca. Pero… como si no fuera. El caso es que, en todo mar, siempre es posible la tormenta. Y se agitaron las olas, se oscureció el sol, el viento les sacudía… ¡también por dentro! Pero como hemos dejado que el Señor se duerma… ¡ahora no nos atrevemos a despertarlo! Y entonces, nerviosos y asustados le damos un grito: “Maestro. ¿No te importa que perezcamos?.” ¿No te importa que nos vayamos a pique? Hasta le echamos la culpa.
La barca la llevábamos nosotros, nos habíamos olvidado de él, y ahora… ¡Él tiene la culpa de que nos hayamos metido en la tormenta y de nuestro miedo! Haz algo, ¡calma la tormenta! ¿No fuiste tú quien nos mandó que fuéramos a la otra orilla? Si nos hubiéramos quedado en el muelle, seguros, sin arriesgarnos… Para sorpresa de los discípulos, es él quien les reprocha: “Pero, vamos a ver: ¿No voy con ustedes en la barca? ¡Pues fíate! ¿Por qué no confías? ¿Es que no tienes fe?”
Ahora bien, algo que podemos aprender de esta escena evangélica es que tenerle en nuestra barca, no significa que estemos seguros “a pesar de la tempestad,” sino que todo marcha bien ‘en medio’ de la borrasca, que sólo se llega a la otra orilla venciendo las borrascas. Que no podemos quedarnos donde siempre, en lo seguro, en lo ya conocido. Como nos ha dicho hoy San Pablo: “El que vive según Cristo, es una creatura nueva; para él todo lo viejo ha pasado. Ya todo es nuevo.” Tener fe, por tanto, no significa dar por hecho que él calmará todas las tormentas. Tener fe significa confiar en que en medio de la tormenta él va conmigo. Tener fe es no tener miedo a hundirse, porque Él va a bordo. Cristo murió por todos, para que los que vivimos, ya no vivamos para nosotros mismos, sino para el que murió y resucitó por nosotros. Por eso, que no sea el miedo quien nos apremie: sino que nos apremie el amor de Cristo. Tener fe no es esperar que él calme la tormenta, sino ir fiados del Padre, y saber que la tormenta nos dará pericia, nos hará fuertes y podremos llegar a otro puerto al que Él nos conduce, a esa otra «orilla» que no conocemos, a esos que no son de los nuestros, a esas periferias que no le interesan a nadie. ¡Pero a él sí! y necesita que vayamos con él. Y al final de todas nuestras travesías tormentosas, él nos esperará “en la Otra Orilla."