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Por Padre Manuel Solorzano
Guest Column, Clarion Herald
Queridos hermanos: Celebramos hoy la fiesta de las fiestas. Si el domingo es en la semana el “día del Señor”, la Pascua de Resurrección es dentro del año la “fiesta del Señor”. Es la fiesta del Señor resucitado, vivo y presente en nuestra historia, desde su nuevo estilo de vida. Por eso después de celebrar la Semana Santa, el domingo de Pascua llega como un rayo de esperanza. Hemos vivido de cerca la muerte de Jesús. Y en su muerte hemos hecho memoria de todas nuestras muertes. Las muertes que vivimos día a día en nuestras personas, en nuestras familias, en el trabajo, en la sociedad, en el mundo. La guerra y la injusticia son muerte. Pero también lo son las enfermedades y los egoísmos, los rencores y los odios, que nos comen por dentro y van minando nuestra vitalidad. Tantas son las muertes que nos rodean que a veces podemos llegar a pensar que no tenemos futuro, que no hay salida. Parece que el hombre está definitivamente metido en un laberinto que no tiene más salida que la desesperación o, lo que es lo mismo, la muerte.
Pero muy de mañana unas mujeres fueron al sepulcro donde habían enterrado a Jesús y vieron quitada la losa del sepulcro. Fueron corriendo a avisar a los apóstoles. Pedro llegó y vio que Jesús no estaba allí. Y lo que es más importante: vieron y creyeron. La fe les hizo ver más de lo que veían sus ojos. Donde otros no verían más que un sepulcro vacío, ellos descubrieron otra realidad mucho más profunda: Jesús había resucitado, el Padre le había devuelto a la vida. La promesa de la resurrección se hacía en Jesús realidad y esperanza para toda la humanidad.
Con ese último acto de su historia, todo lo que habían vivido y aprendido con Jesús cobraba un significado nuevo. Ahora la liberación esperada era mucho más profunda que la simple liberación política del dominio de los romanos o la llegada de un reino judío que igualase o superase al de Salomón. Si Jesús ha resucitado, entonces es que Dios nos ha liberado de la esclavitud más profunda: la esclavitud de la muerte.
En Pascua y ante el sepulcro vacío, los que creemos en Jesús comprendemos que no cabe en nuestras vidas lugar para la desesperación. Somos en adelante hombres y mujeres de esperanza. Sabemos, desde la fe, que para Dios no hay ningún caso desesperado. Por más difíciles, por más irresolubles, por más amenazadores, que sean nuestros problemas, mantenemos firme la esperanza. Y aunque nos llegue la muerte, sabemos que ni siquiera ésta es definitiva. Porque Jesús ha resucitado.
La resurrección de Jesús nos compromete con la esperanza. Nos llama a trabajar para crear esperanza a nuestro alrededor. Para regalarla a los demás como se nos regala la luz del cirio pascual que iluminará nuestra celebración durante toda la Pascua. Defendemos la vida para todos porque el Dios de Jesús es Dios de Vida para todos. Y con nuestra forma de comportarnos día a día vamos regalando vida y esperanza. Para que nadie, nunca, se sienta desesperado.
La fiesta de la Resurrección, pues, es la fiesta en la que celebramos que con nosotros sigue Jesús. El que llamamos Cristo el Señor no fue un gran hombre cuya vida hemos de recordar e imitar, pero que pertenece a tiempos pasados, sino que está presente en nuestra existencia actual. Y está dándole sentido, razón de ser, y ofreciendo la promesa del triunfo definitivo más allá del dolor de nuestro peregrinar por el mundo y más allá incluso de la misma muerte: en Él hemos resucitado todos.
¿Me he sentido alguna vez desesperado ante los problemas que me cercaban? ¿Es la resurrección de Jesús fuente de esperanza en mi vida? ¿Cómo comunico esa esperanza de forma concreta a los demás?